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miércoles, 2 de abril de 2008

Prohibir é un placer

Convertido en un peligroso revisionista, el nuevo presidente cubano Raúl Castro anda levantando estos días algunas de las innumerables prohibiciones que su hermano y él mismo impusieron durante el último medio siglo a los ciudadanos de aquella isla. Acaso sin advertirlo, Castro junior acaba de confesar indirectamente que a los cubanos les estaba vedada hasta ahora la compra de ordenadores, teléfonos móviles y algunos electrodomésticos, además de la posibilidad de alojarse en los hoteles de su propio país. Por fin podrán entregarse a esos lujos capitalistas, si bien es cierto que con un salario equivalente a diez euros mensuales de promedio tal vez sean otras sus prioridades de gasto.
El caso de Cuba puede parecer algo extremo, pero en realidad se trata de un modelo clásico de dictadura: ese régimen en el que todo lo que no está prohibido resulta obligatorio. El vicio de prohibir, como el de la fumeta, es un placer casi sensual al que todos los déspotas acaban sucumbiendo sin distinción de ideologías. Mucho más creativa que la de los hermanos Castro, por ejemplo, la dictadura de los coroneles había prohibido ya décadas atrás en Grecia la enseñanza de la matemática moderna. La razón de esa medida sólo en apariencia extravagante consistía en que la teoría de los conjuntos niega la lógica formal y, por lo tanto, podría abrir "un peligroso camino para la infiltración subversiva". Igualmente imaginativa, la soldadesca de Augusto Pinochet quemó en Chile casi todos los libros sobre el cubismo en la creencia de que guardaban relación con el régimen marxista de Cuba y no con estilo pictórico alguno, como sostenían algunos subversivos. Más lejos habría de llegar aún el recientemente fallecido dictador de Turkmenistán, Saparmurat Nizayov, al declarar fuera de la ley a todas las enfermedades infecciosas. Infelizmente, las bacterias y virus prohibidos por decreto se resistieron a desaparecer, detalle que no hizo sino confirmar su carácter insurgente y revolucionario. Razones de orden sanitario impulsaron también al presidente del "Estado Novo" portugués, Oliveira Salazar, a prohibir nada menos que la Coca-Cola. El autócrata de la vecina República estaba convencido de que, bajo su apariencia inofensiva, ese refresco contenía algún tipo de sustancia estupefaciente; y como es lógico quiso evitar que los portugueses se drogasen sin saberlo. Para droga ya estaban las tres efes -fútbol, fado y Fátima- sobre las que sustentaba su dictadura. Se ignoran, eso sí, las razones por las que el general Franco prohibió el carnaval en España: mayormente si se tienen en cuenta los rasgos de estrafalaria -y siniestra- mascarada que a menudo ofreció su régimen. El caso es que la decisión fue imitada muchos años después por los militares golpistas de Uruguay, que además del Entroido ilegalizaron el famoso tango "Cambalache" por el contenido "derrotista" de su letra. Tal vez se sintiesen aludidos por la estrofa que dice: "Hoy resulta ser lo mismo ser derecho que traidor/ ignorante, sabio o chorizo/ generoso o estafador". Quién sabe.
Confrontadas con todo este extensísimo e imaginativo catálogo de prohibiciones, las que ahora comienza a derogar Raúl Castro en Cuba son apenas un resto de calderilla dictatorial. Recuerdan vagamente -en distinto nivel- al llamado proceso de "apertura" del franquismo que dio vía libre al "destape" y hasta permitió la hasta entonces vedada exhibición al público de bikinis "con señora dentro". La experiencia sugiere que este tipo de arreglos cosméticos sólo sirven para prolongar algunos años más la fecha de caducidad de las dictaduras, que generalmente coincide con la desaparición física del dictador.
Cuando se cumplen cuarenta años del mayo francés del 68, el histórico lema "Prohibido prohibir" ha dejado de ser una idea utópica. Ahora es una simple ingenuidad.
Anxel Vence
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