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viernes, 17 de octubre de 2008

El poder metomentodo

Solo hay que ver la estremecedora película rumana Cuatro meses, tres semanas, dos días (Palma de Oro en Cannes este año) para hacerse una idea cabal de cómo acaba una comunidad cuando tolera al poder público meter la nariz en todas partes: sometida al yugo despiadado de una arbitrariedad incontrolable.

Y así, aunque las sociedades democráticas están protegidas por evidentes instrumentos de defensa de los que carecían las zarrapastrosas satrapías comunistas, nunca está de más seguir a pies juntillas el consejo que Jefferson dejó escrito hace dos siglos: que la eterna vigilancia es el precio a pagar para mantener la libertad.

Ayer supimos por La Voz, siempre atenta a lo importante, que la Generalitat de Cataluña prepara un anteproyecto de ley en el que, entre otras cosas, se prevé la obligación de que los padres comuniquen a sus hijos adoptivos tal circunstancia en cuanto aquellos alcancen madurez para asumirla.

Resulta, en primer lugar, harto dudoso, que la Generalitat sea competente para regular esa cuestión. Es cierto que la Constitución determinó que las comunidades que dispusieran de derechos civiles forales podían darles desarrollo, pero parece obvio que la obligación que ahora quiere imponerse no forma parte del ámbito foral. Más bien cabría pensar que insiste en el vicio expansivo que ha convertido a los cada vez más extensos derechos civiles autonómicos en un fraude constitucional descomunal, que no es menor por el hecho de que nadie lo denuncie.

Lo esencial, en todo caso, es si el poder público puede invadir la esfera de la privacidad hasta el punto de imponer a los padres una obligación que viola la autonomía de la voluntad que una sociedad libre debe respetar.

Porque una cosa es que sea deseable que los padres de niños adoptivos informen a sus hijos de tal hecho (algo que los especialistas recomiendan) y que deba asegurarse a los hijos no biológicos que conocen su condición el derecho a saber quiénes son sus padres naturales (derecho cuyo ejercicio nadie debería estar en condiciones de impedir) y otra muy distinta es que el poder público se considere facultado para imponer a los padres la obligación de informar a sus hijos de su naturaleza de adoptivos, lo que invade de lleno su libertad y la autonomía familiar.

Del mismo modo que nadie tiene derecho a fijar el idioma en que debemos rotular nuestro negocio y atender a nuestra clientela o a impedirnos fumar o beber vino si con ello no molestamos a terceros, nadie debería tenerlo tampoco, desde luego, a regular las relaciones familiares de una forma tan abusiva para nuestra libertad. Pues eso es -la libertad- lo que está en juego bajo tan pretendidamente progresista concepción de los derechos.


Roberto L. Blanco Valdés
Catedrático de Derecho Constitucional

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